XII CONCURSO LITERARIO
Nivel A
Primer premio:
Celia Martínez Graves, 1º E.S.O.-F
Segundo premio:
Nuria Pardo López, 2º E.S.O.-D
Eldwin
Ella miraba por la ventana del coche pensando en cuanto tiempo más tendría que esperar a conocer su nuevo pueblo y su nueva casa.
También pensó en su mejor amigo, que acababa de perder por mudarse: Alejandro, un joven de su edad, rubio y con ojos azules, español.
Al recordarse de Alejandro, cogió su colgante de chico que se lo regaló él y lo encarceló por unos segundos en su mano.
El camino por el que iban su padre y ella, acabado de divorciarse, estaba justo al lado de la playa.
Alba observaba por la ventana las pacíficas olas del mar, hasta que vio un chico, aproximadamente de su edad, rubio y vestido con manga corta mayoritariamente de blanco, sentado en la orilla, mojándose los pies descalzos.
Le resultó extraño que hubiera alguien en la playa en octubre y más, bañándose.
Cuando distrajo un momento la mirada, el chico ya no estaba allí en ningún sitio.
Después de un cuarto de hora, llegó a la casa de sus abuelos, que acababa de heredar su padre.
Sus padres se acababan de separar, y tendría que vivir allí una temporada alejada de su madre y de sus dos hermanos pequeños.
Con tan solo once años se tenía que buscar la vida prácticamente, porque su padre era muy callado, y nunca había educado ni tenido ninguna relación con sus hijos, así que ahora tampoco la tendría.
Después de unas semanas, hizo una nueva amiga, Sonia. Era simpática, y con ella se lo pasaba bien.
Se contaban muchas historias de su pasado y de lo que soñaban en el futuro:
−Me gustaría volver a ver a mi hermano mayor.
−Y yo también desearía volver a mis dos hermanos menores.
−Tú los puedes volver a ver, pero yo no: mi hermano murió en el mar, ahogado…
−¿Cómo sucedió eso? ¿Cuándo? ¿No pudo pedir ayuda?
−Hace diez años, en 1970, un niño de origen alemán vino aquí un invierno con su familia, y después de dos semanas se ahogó en el mar, nadie sabe cómo.
Desde entonces, todos los inviernos, un niño o un adolescente, muere en el mar sin explicación. Dicen que esa playa está maldita, pero yo me sigo bañando sin ningún problema.
Alba asombrada por la historia, quiso preguntar algo más antes de irse:
−¿Qué fue de la familia Alemana?
−No sé. Me contaron que un día desaparecieron, y no se volvió a saber de ellos.
Al día siguiente, a Alba le dolía un poco la cabeza. Decidió irse a la playa para que el viento le despejase un poco la mente y el dolor.
Cuando llegó allí, pasando por unas rocas, se encontró al chico que vio el día de su llegada, que desde entonces, no le había vuelto a ver.
Sentado y vestido del mismo modo que aquel día, giró la cabeza y le saludó. Alba hizo lo mismo.
Asombrada por aquel chico que se parecía mucho a su amado Alejandro, le preguntó su nombre:
−¿Cómo te llamas?
−Eldwin.
Después de eso, el chico sonrió levemente y se levantó:
−Te gusta mucho la playa, ¿verdad?
−Sí, demasiado…
Eldwin no hacía ningún comentario y contestaba sus preguntas con respuestas muy limitadas, con afirmación o negación.
Mirándolo de arriba abajo, le llamó la atención que en el lugar donde estaba sentado, la arena no estaba hundida, era como si no hubiera dejado huella.
También se fijó en su ropa:
−¿No tienes frío con lo que llevas?
−No.
Era raro, pero su sonrisa encantadora le hacía parecer una buena persona de confianza.
Era bastante callado, pero lo poco que hablaba lo decía con tono dulce y decidido. Alba lo fue conociendo poco a poco. Lo hacía tal vez porque Eldwin le recordaba frecuentemente a Alejandro, o también porque sentía una fuerte curiosidad por el chico.
Al cabo del tiempo, Eldwin parecía más amable, más cariñoso, no era demasiado hablador pero no tan callado como antes. Ahora ya no era una simple afirmación por respuesta sino que te explicaba cosas y detalles.
Normalmente, todos los días ellos dos, solos, se recorrían la playa, pero un día, Alba percibió que iba a ser distinto:
−Quiero llevarte a un lugar nuevo.
−¿A cuál?
−Ya… lo verás.
Alba eso se lo tomaba como un pique, le recordaba más a Alejandro porque él también le dejaba en dudas.
Caminando hacia aquel lugar, Eldwin parecía serio, pensativo, y Alba quiso alegrarle… o tal vez eso pensaba:
−Ten, este es el collar que me regaló un chico, quiero que te lo quedes tú, por favor.
−No, es de tu amigo, quédatelo
−Quiero que te lo quedes tú, por favor. Anda póntelo.
−No, no, en serio, no puedo aceptarlo.
−Sí que puedes.
Eldwin corrió para huir de Alba, que esta acción a ella le resultó divertida. En cambio Eldwin parecía agobiado y estresado, como si verdaderamente huyera de ella.
Alba no se daba cuenta de ello y como corría más que él, enseguida pudo asirle de un hombro para que parase.
El contacto de ella en su piel era como si hubiera tocado un cadáver. No le extrañaba mucho, ya que casi siempre estaba en la playa con manga corta.
Tirados los dos en la arena, Alba le puso el collar mientras él se resistía:
−¡No, por favor, no me lo pongas!
Ella ya se lo había puesto cuando oyó esa frase con tono de súplica.
Eldwin con el collar puesto, parecía otra persona, más agradable y cariñosa:
−Muchas gracias, en serio, te lo agradezco mucho.
Eldwin se levantó y le cogió la mano, moviéndola así, de arriba abajo.
Alba notó que estaba un poco menos fría que sus hombros y que su sonrisa era más amplia también ahora que antes.
Siguieron su ruta más contentos los dos. Aunque cada vez que andaban más, Eldwin entristecía un poco, pero todavía podía contemplarse su aspecto positivo.
En frente de una cueva se paró, observó la entrada y miró a Alba:
−Aquí…
Calló unos segundos mientras fijaba la mirada en el suelo.
−¡Podríamos entrar a investigar!
La aventurera Alba corrió hacia la cueva para adentrarse en ella y descubrir lo desconocido.
−¡No! ¡No entres, Alba!
−¿Por qué no? Podríamos investigar unos minutos…
La voz de Alba se difuminaba más cada vez que se iba para el interior.
Eldwin calló mirando una vez más el suelo y diciendo palabras extrañas en voz baja:
− “Lass mich raus, Damön!” (¡Déjame salir, demonio!)
Claro que Alba con lo lejos que estaba ya y con lo bajito que lo había mencionado no se enteró de que había dicho algo. De todas maneras, no lo habría entendido.
Eldwin entró en la cueva para buscarla, que se encontraba ya, peligrosamente, muy alejada de la entrada.
Él no se rendía al ver que no la encontraba: Empezó a chillar:
−¡Alba, ven!
Pero ella no respondía, no se oían ni sus pasos.
Pasó más de media hora buscándola, hasta que al final la encontró:
−¡Alba, tenemos que salir de aquí, la marea ha subido!
−¿Qué? Venga ya, si solo veo unos charquitos
−Pero porque hemos subido de nivel trepando por las rocas. Da igual, ¡hay que salir inmediatamente!
Alba obedeció y bajó por las rocas, que era por donde había subido, dándose cuenta así mientras descendía, que la marea había aumentado… y mucho.
Los dos cuando llegaron al nivel del mar, les llegaba el agua por los codos, mojándose todo el pantalón y a veces buceando, consiguieron aproximarse a la entrada de la cueva.
Los dos se cruzaron miradas desesperantes: vida o muerte. Eso es lo que expresaban:
−Ve tú delante, yo te impulso.
−Muchas gracias, Eldwin
−No, gracias a ti, Alba
Eso Alba no lo entendió, pero no había tiempo para preguntas. Lo último que vio de Eldwin fue su cálida sonrisa antes de adentrarse en las frías aguas.
Como dijo él, le impulsó, y gracias a eso y agarrándose a una roca, pudo salir de la cueva.
Alejada de la entrada, observaba atentamente a ver si salía, pero por mucho que esperase, Eldwin no iba a salir nunca más.
Al día siguiente, cuando ya no había marea, estuvo un buen rato en la entrada de la cueva:
−Eldwin, ¿dónde estás?
El único que le contestaba era el eco y las gotas de agua estrellándose contra el suelo. Entró un poco más adentro. Pisó algo, sabía que no era una piedra. Levantó el pie y vio medio enterrado el collar de Alejandro.
De él no había más pista que esa.
Después de la tragedia, empezó a ir sus ratos libres a bibliotecas para buscar información sobre ese peculiar Eldwin y ese niño alemán que murió.
Por suerte un día, cogió un antiguo libro de leyendas de ese mismo pueblo y se lo repasó un poco, empezando por el índice:
- El leñador perdido.
- …
- …
- Adelmo Fryeddmann, el niño ahogado.
- …
Sobresaltándole el tema cuatro, se dispuso a leerlo entero ya que parecía eso una buena fuente de información. Esto era un pequeño resumen:
“El diablo quería alimentarse matando personas, pero para eso, necesitaba un cuerpo humano, así pues, engañaba a las almas para que le diesen su cuerpo, a cambio de que volverían a vivir en la tierra, siendo corpóreos y opacos como antes, con la condición de que el diablo viviera dentro del cuerpo también. Muchos picaron en la trampa, y uno de ellos fue un alemán, Adelmo Fryedmann, el más joven engañado. Ya tenía lo que quería el diablo: un cuerpo, pero le falta algo: atraer a sus víctimas, y lo hacía cambiando de forma para que se pareciese al mejor amigo de la “presa” o incluso novio o novia.
Lo único que podía sacar al diablo del cuerpo robado, era un objeto muy preciado de la persona, mejor amigo/a o novio/a real. Si tenía algún contacto con la persona a la que se hacía parecer, se esfumaría de ese cuerpo aprisionado y dejaría en paz al alma, con otra vez su cuerpo con libertad.
Por eso el diablo escogía a niños o adolescentes recién llegados de otros pueblos, de otras comarcas y de otros sitios para atraerlos y matarlos, como sabía que su mejor amigo estaba muy lejos…”
Alba ante tal historia no pudo contener las lágrimas, de la alegría y el dolor.
Después de tres años, Alba iba a volver a su pueblo donde vivía con su madre.
Después de despedirse de Sonia y de todos sus conocidos, cogió el coche y emprendió el viaje de vuelta a casa.
Alba observaba por última vez por la ventana las pacíficas olas del mar que estuvieron a punto de matarla hasta que vio, o eso le pareció ver, a Eldwin:
−¡Papá, para un momento!
El padre obedeció. Alba bajó del coche y se fue corriendo por si veía al chico que le salvó la vida, pero no hubo suerte. Se arrodilló mirando fijamente la orilla, y depositando en la arena el collar más preciado que tendría en su vida.
Sabía el significado de esta historia:
Eldwin: viejo amigo.
(Lo único verdadero de esta historia es el significado del nombre.)
23-09-2010
Nivel B
Primer premio:
Ana Ribera Pomares, 4º E.S.O.-C
El silencio del pasado
Abrí los ojos muy lentamente, acostumbrándome a la oscuridad de la noche, una noche fría, triste y solitaria.
Esa noche me había desvelado, nunca me solía pasar, algo raro en mí, esa misma mañana pasaría algo extraño.
Me quedé varias horas inmóvil en la cama, pensando o simplemente mirando como la oscuridad se desvanecía de la habitación y entraban los primeros rayos de luz.
Me espabilaron los ladridos de la vecina de abajo. Otra vez discutían, la señora Vicenta con el pobre del señor Paco, tal vez por no desayunar o por estar en el sofá, cosas que yo no conseguía entender muy bien.
Salí de la cama de un salto, el silencio de la mañana desaparecía con los gritos furiosos de la señora Vicenta, intente dejar de pensar en esa pobre y ya mayor pareja, para dirigirme hacia el radiocasete. Lo encendí haciendo un ruido hueco, y poco a poco la habitación se fue inundando de una dulce y animada melodía.
La gran discusión pasó a ser un pequeño murmullo del que era difícil escuchar. Me puse enfrente del armario, no era demasiado coqueta, así que no tardé en escoger una camiseta básica blanca y unos vaqueros algo desgastados. Cuando me hallaba vestida se oyó el ruido de una puerta al ser arañada, Lino se había despertado y estaba hambriento, debía darme prisa e ir para que no destrozara ningún mueble más.
Lino era un pequeño gato que había encontrado cuando me instalé en este pequeño piso; era negro caoba con las orejas blancas y los ojitos azules, era muy cariñoso y algo revoltoso y desde hacía dos años había pasado a ser mi única familia.
Caminé por el estrecho pasillo hasta llegar a la cocina, Lino se abalanzó hacia mi pierna, acariciándomela cariñosamente con la cabeza, forma de decir “Buenos días”; saqué una lata de atún del armario derecho del estante de la izquierda y se lo puse en el plato.
Mientras Lino zampaba de una forma algo salvaje, yo me entretenía en hacerme unas tostadas y hacerme un café con leche. Me tomé el café de un trago y las tostadas de un solo bocado. Llegaba tarde al trabajo y no quería ser despedida, aunque la señora Nieves era una muy buena persona y siempre me había tratado como una hija.
Salí corriendo un poco abrumada; llegue a la cafetería justo a tiempo, me puse la bata y comencé a trabajar.
Las horas se me pasaron volando, tanto que ya era la hora de comer, cogí un bocadillo de tortilla y me lo comí junto a una lata de coca cola y con la compañía de Luisa, la cocinera, y Margarita, la otra camarera.
Luisa era una mujer mayor, tenía un carácter un poco fuerte, pero en el fondo era un sol de mujer.
Margarita tendría como cuatro años más que yo, pero tenía los rasgos de una mujer de 40, era algo risueña y un poco infantil.
Nieves en cambio era una mujer fuerte, independiente y algo extraña, siempre parecía que te iba a tirar algo a la cabeza, pero era una buena mujer o solo lo aparentaba.
Termine de comer en silencio. Me había acostumbrado al silencio, a la soledad; cuando estaba en el orfanato Castro-Úrdales pensando, más bien deseando, ser adoptada.
Cuando limpiaba las mesas de la cafetería, recordaba con dolor como era vivir allí, como era sentirse una muñeca rota o un coche usado… “Si me gusta me lo llevo, si no, no; hay más en qué fijarse”, solía decir la gente para sentirse importante.
Siempre había odiado estar ahí. Odiaba que la gente me llevara de prueba a sus casas como si fuera un electrodoméstico, si está roto te lo cambian.
Era horrible vivir en esas circunstancias, o no eras lo suficiente pequeña o eras mucho más rubia de lo que ellos pensaban. Todo eran excusas, siempre había un pero para mis adopciones. A sí que a los nueve años no deseé ser adoptada, lo único que quería era ser una niña normal, pero al abrir los ojos veías que no era un sueño, esa era tu vida, nadie vendría a tus cumpleaños, nadie te arroparía por las noches, ni te contaría cuentos, estabas sola en aquel edificio.
Tenía la suerte de pensar que mis padres no me abandonaron, solo fallecieron cuando yo tenía cuatro años y nadie sabía el porqué.
No podía aceptar algo así, una parte de mí quería saber por qué murieron y la otra no quería saber nada.
Así que lo dejé correr por el momento.
Me puse a trabajar sin pensar en la hora, la señora Nieves quería cerrar la cafetería un poco antes así que llegue a casa más pronto de lo normal.
Cuando me dirigía hacia casa, un hombre de unos cincuenta se chocó conmigo tirándome al suelo, el hombre se disculpó y salió corriendo, al levantarme vi que al hombre se le había olvidado una foto, cuando la cogí me quedé de piedra, en la foto aparecía una pareja muy contenta y enamorada con cuatro niños hermosos.
La mujer era muy parecida a mí, yo creo que demasiado, solo cambiaría un pequeño detalle, que ella sería más grande que yo; tenía el pelo recogido en un moño, su pelo era color caramelo.
El hombre le pasaba el brazo por los hombros a su amada, mientras veía feliz al pequeño bebe que ella mantenía en sus brazos; él era un poco más alto que ella, tenía el pelo muy corto y un poco más oscuro.
La niña que estaba al lado del hombre era la más grande, tenía el pelo oscuro con una cintita en el pelo y una sonrisa hermosa.
La niña que estaba al lado de la madre era de la misma estatura que el niño que estaba a su lado, tenía una pequeña trenza atada con una goma rosa y tenía una sonrisa tímida, el niño de su lado, era todo lo contrario, su sonrisa mostraba un toque de picardía, de rebeldía y llevaba el pelo de punta.
No sabía que pensar cuando vi aquella foto, no podía ni hablar, intenté mirar si volvía a ver aquel hombre pero era imposible, había desaparecido.
Como pude regresé a aquel piso, me sentía indefensa, no sabía cómo explicar bien esta sensación.
Me senté en la cama mirando la foto, hasta que los párpados cayeron agotados, me desperté de golpe como si algo me hubiera despertado, sentía una mala sensación y no estaba equivocada alguien había entrado a mi casa.
Cogí el teléfono y llamé a la policía, en menos de dos minutos ya estaban en mi piso, lo arrestaron en seguida y cuando se lo llevaban grito: BUSCA AL SEÑOR MÉNDEZ.
Algo me dejó intranquila ese mismo día me había pasado tantas cosas que no sabía en qué pensar, primero me había encontrado una foto donde se podía observar a una familia donde la mujer era muy parecida a mí y más tarde un muchacho entra en mi casa para robarme y me dice que busque a un tal Méndez.
Ya no quería pensar más y me quede dormida en el sofá.
A la mañana siguiente pensé que todo lo que había pasado era un sueño, pero me equivoque la casa estaba revuelta y mi miedo no desaparecía.
Me dirigí hacia la ducha y con el agua fría intente no pensar en lo que me había pasado, sentía el miedo en cada parte de mi cuerpo, tenía todo la piel de gallina.
Me puse los mis pantalones de ayer, pero me puse una camiseta larga verde con escote, mientras me preparaba mi usual café con leche, una imagen me vino a la mente y una frase se me repetía en la cabeza como el eco: : BUSCA AL SEÑOR MÉNDEZ.
Tuve un ataque de valentía y decidí ir hasta la cárcel para encontrarme con ese muchacho para que me contara lo que pasaba con esa foto, ese hombre.
Le dejé la comida preparada a Lino, y salí corriendo hasta aquella prisión.
Salí de casa con la intención de plantarle cara a aquel ladronzuelo de cuarta.
Pude llegar hasta la parada del bus; mis pensamientos empezaban a volar y recordando cosas de mi infancia.
Las palabras me brotaban por mis labios:
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
Y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
Y sufrir por la vida y por la sombra…
Rubén Darío, susurré, cuántas noches me acostaba leyendo este poema, era lo único bueno que había ganado del orfanato, la poesía.
Una señora me sacó de mis pensamientos, contándome que acabábamos de llegar a
Pasé por varios policías, y después de dos larguísimas horas conseguí llegar hasta una habitación algo pequeña y mohosa, con una diminuta ventana que dejaba entrar algo de luz, pero la habitación tenía un tono muy triste y era muy difícil de ocultar.
En la habitación se encontraban una mesa con dos sillas, la mesa era de madera pero se notaba a primera vista que estaba hueca por dentro, junto a dos típicas sillas metálicas plegables.
Me senté en una de las sillas, con el miedo de que estuviera tan rota como la mesa, para mi sorpresa la silla se encontraba en perfectas condiciones.
La puerta se abrió de golpe, haciendo un chirrido algo molesto y entró el muchacho con uno de los policías, este lo sentó en la silla que estaba disponible al otro lado de la mesa, y cerró de un portazo dejándonos en la intimidad.
Me quedé observándolo varios minutos sin saber qué decir, creía que había perdido la voz, para mi sorpresa comencé a hablar con toda la naturalidad que pude fingir:
−Solo te lo voy a preguntar una vez, ¿por qué?
El chico me observaba con unos ojos algo siniestros, algo que a mí me parecía como un lobo enfrente de su presa. Pero al final respondió:
−No te robé por gusto, me pagaron para eso.
−¿Te pagaron para que entraras en mi casa? −dije casi gritando. Él sólo bajó la cabeza dándome a entender que la respuesta era sí.
Me colocó su mano en mi boca para hacerme callar, cuando estuve más tranquila comenzó a hablar:
−Primero quiero que me escuches sin interrumpirme ni un solo segundo. Yo te conozco más de lo que tú crees, te conozco desde que eras una recién nacida, desde que estabas en la panza de tu madre. Pero lo que tú no sabes es que aquellos que te criaron no eran tus padres, eran una pareja que pagaron para que se hicieran cargo de ti.
Las lágrimas comenzaron a brotar por mis mejillas, parecían un riachuelo eran imposibles de parar. Él me tendió un pañuelo de su bolsillo, yo intenté calmarme pero no podía parar de llorar y llorar.
En ese preciso instante apareció el policía llevándose a rastras al pobre muchacho, ahora no lo veía como un simple ladrón, pero tampoco sabía si lo que me había contado era verdad o mentira.
Salí de la prisión un poco atontada, me sentía otra vez una niña indefensa, sola y abandonada. Me tropecé con un cartero de la zona, ahí vi que estaba dejando páginas amarillas. En eso me vino una idea, debía buscar al señor Méndez; abrí enseguida por la mitad, y comencé a buscar como una histérica, y lo encontré, de Méndez solo habían tres personas:
-Rosa Méndez: número 966 77 57 88, psicóloga.
-Faustino Méndez, fallecido.
-Robert Méndez: número 966 39 45 24, investigador privado.
Estaba muy claro, por la forma de hablar del muchacho debía de tratarse de un hombre y solo quedaba Robert, investigador privado.
¿Investigador?, ¿cómo podían haber contratado un investigador? Y la pregunta más importante era ¿quién?
Cogí las páginas y salí corriendo hacia mi piso, cuando llegue cogí corriendo el teléfono y marqué el número del investigador.
Sonó un pequeño pitido y contestó una máquina:
“Ha llamado a Investigador Privado Méndez, si desea concretar una cita con el señor marque 1, si lo que quiere es poner una denuncia marque 2, gracias por su llamada.”
Marqué el 1, y me dijeron que me mantuviera a la espera con una canción algo antigua, a los cinco minutos más o menos contestó una voz algo brusca y cortante:
−Hola, buenas, soy Robert Méndez, ¿en que puede ayudarle, señorita?
−Hola, soy Lucía y usted contrató a un muchacho para que entrara en mi casa a robarme, ¿por qué lo hizo?
−Señorita, le pido que se relaje, yo no fui el autor de tan injusta amenaza.
−¿Si no fue usted, quién fue?
−Su tío. −Esas palabras resonaron en mi cabeza.
Tío. Un tío. No conocía a mis supuestos padres y ahora tenía un tío.
Corrí hacia mi cómoda y cogí la foto donde aparecía esa familia tan reconocida para mí, la había estado mirando tantas veces que la sabría reconocer entera.
Le pedí una cita y colgué. Por fin iba a saber la verdad, por fin iba a observar cómo era la familia que un día quiso abandonarme dándome a una otra familia.
Pronto sabría la verdad sobre mi adopción, pronto conocería la cara, el rostro de ese tío, suspiré profundamente, pronto lo sabría todo. Algo iba a cambiar y solo me hacía falta esperar, esperar el momento en que la verdad salga a la luz y que nunca más los recuerdos estén olvidados, que nunca vuelva a ser EL SILENCIO DEL PASADO.
CONTINUARÁ…
Segundo premio:
María Gras Lozano, 3º E.S.O.-B
Nivel C
Primer premio (PROSA):
María Díaz Candela, 2º Bach.-B
LIBERTAD
Cerré la puerta de madera enmohecida sin hacer ruido, no quería que mi tía se despertase y me sorprendiese bajo la oscuridad de la media noche en el sucio ático, observando desde la ventana la llama que parpadeaba en la oscura y espesa selva que se extendía hasta el horizonte. Entreabrí un poco la ventana y de ella se asomó un soplo de aire almizcleño con olor a la humedad de esos días otoñales, pero lo que me inundó no fue el olor del exterior, sino los cánticos que rendían culto a la luna en su plenitud.
Sombras bailaban alrededor de la viva llama alegre de que la alimenten, las sombras se entrecruzaban y le gritaban a la luna salvajes canciones cuyo significado no podía descubrir.
Como la primera vez que les escuché cantar, me quedé asombrada de sus voces, voces ocultas y misteriosas enterradas en la espesura de la selva, las voces de las sombras que yo tanto perseguía y tanto admiraba.
El increíble paisaje me ofrecía cada noche de luna llena ese maravilloso espectáculo de luces y sombras. Del centro de la selva los profundos golpeteos del tambor marcaban el ritmo de mis pensamientos, un incesante y loco sonido que fijaba el camino que debían recorrer las voces.
Abrí del todo la ventana, un leve crujido indicaba que aquella madera ya estaba vieja y carcomida. Cerré los ojos con fuerza y salté. Una gran bocanada de aire me azotó la cara y noté como mi pelo volaba, percibí el suelo al instante, casi sin aviso. Mis pies agradecieron la tierra mojada y la sentí bajo las plantas de los pies con un golpe de coordinación ante ambos choques, una complicidad que se cerraba con mi trato de silencio.
Miré hacia atrás, no había movimiento dentro de la casa, mi tía no se habría despertado. En la selva, las sombras seguían bailando y cantando alrededor de su luz, ajenas a mi aterrizaje. Me camuflé entre los árboles y fui avanzando sigilosamente, guiándome por los guturales sonidos que salían del centro de la selva. Un macaco del tamaño de un perro de caza pasó por encima de mi cabeza, saltando de rama en rama, no pareció percibirme pero yo quedé hipnotizada por sus balanceos que se alejaban de mí, por su baile que le permitía desplazarse burlando a la gravedad.
De él emanaban pequeños, casi inaudibles chillidos agudos, sin duda el acompañamiento perfecto al canto de los indios. Un tímido siseo en forma de serpiente de alegres colores se oía de fondo, acompañado por aquel escurridizo y alargado cuerpo de la noche, imitaba al sonido de las maracas. Toda la selva se había sincronizado con los cánticos y toda la selva aportaba su granito de arena, el mono, la serpiente, el viento que soplaba entre las hojas y los muchos ruidos de origen desconocido que caracterizaban aquella fuente de vida verde y espesa.
Me apoyé en el árbol más cercano al claro y observé los movimientos de las sombras de voces potentes, sus danzas se asemejaban bastante al balanceo del mono, encorvaban la espalda y dejaban los brazos sueltos para que se moviesen en todas direcciones con pequeñas descargas eléctricas, sus piernas se movían al ritmo del vaivén de las llamas y sus pies aporreaban el suelo para asustar a las serpientes de colores.
Me fijé en los tambores de agua del gran chamán, los tocaba con fuerza y al ritmo de su canción, los ojos de este no se apartaban de la brillante esfera y todo lo que salía de su boca iba dirigido sólo a ella. Mujeres y niños contemplaban asombrados como yo, la danza de sus semejantes, incluso algunos se atrevían a unir sus voces con la de aquel hombre grande y sabio. Sus rostros morenos, del color del chocolate parecían brillar delante del fuego, estaban felices y contentos, parecían libres.
Por el este y por el norte nubes grandes, espesas y amenazantes querían desafiar a los cantos de los nativos cubriendo a la gran esfera reluciente, en sus caras se reflejaba ese tono irónico e implacable y se proclamaban las reinas del cielo dejando así, a los indios sin su musa.
Pero los indios no se rendían y elevaron aún más sus voces, desafiando aún más a las nubes colosales y llenando de orgullo sus corazones al ver conseguido su propósito, hacer llorar a las que tapaban su querida luna. Estas lloraban y lloraban pero seguían tapando a la gran reina por excelencia y los hombres ya no sabían cómo hacerlas callar y marchar, enojados recogieron sus tambores y sus maracas mientras las mujeres y los niños también lloraban porque las nubes no les habían dejado acabar lo empezado.
El agua ahogó el fuego y todo quedó apagado, mi pelo y mi ropa quedaron empapados por las lágrimas de las nubes y no aguantaba ver la desilusión de los nativos, estos se marcharon y yo me quedé a oscuras y sola. Sabía que hasta la próxima luna llena no volvería a ver a los indios y no estaba dispuesta a ello.
Soplé hacia las nubes para que se marcharan pero estas no se percataron ni siquiera de mi presencia, soplé con más fuerza y cuando todo parecía perdido dejaron de llorar para mirarme, parecían sorprendidas de que una niña les hiciera frente.
Una vez captada su atención volví a soplar, quería que se marcharan y algo vieron en mí que me hicieron caso y siguieron el camino del viento.
Enseguida la cara de la luna quedó descubierta y yo vi finalizada mi función, pero tenía que volver a casa pues mi tía se despertaba con la lluvia.
Otra vez en mi ventana vi encenderse de nuevo el fuego y aunque me vi obligada a echarme en la cama y dormir, mi corazón seguía cantando sus ritos a la luna y danzando sus bailes despreocupados y joviales.
Mi corazón desde hacía tiempo anhelaba la libertad y sólo la conseguía cuando cerraba los ojos con fuerza.
Volví a mirar por la ventana, esta vez con el propósito de contemplar la realidad, una gris y triste ciudad se alzaba tras ella.
Segundo premio (POESÍA):
Vanesa Godoy Alonso
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